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La muerte de un genocida llamado Abimael Guzmán

Foto del escritor: Anghel EspinozaAnghel Espinoza

Abimael Guzmán. Fuente: BBC News Mundo

Murió Abimael Guzmán”, “Ha fallecido el mayor genocida en la historia del Perú”, “Abimael Guzmán ha muerto”. Esas y más frases se veían o escuchaban en los diversos medios de comunicación en la mañana del 11 de septiembre. La noticia llegó a mí a través de Instagram y la confirmaron publicaciones de la prensa en Facebook e imágenes del noticiero de Latina en donde se anunciaba el hecho. Dentro de la frivolidad y el recuerdo de quién fue esta persona se comentaban cosas como: “Hoy el Perú está de fiesta”, “Saca las chelas, Perú”, “No se suponía que esto era una fiesta”. Sin embargo, en mí no ocasionó tal reacción de burla, y mucho menos de tristeza. Me costó identificar qué sentía, por qué no estaba feliz o por qué me unía a la broma, de manera insegura, diciendo “estamos de fiesta”. Sucedió que sentía calma, una extraña, pero inquietante tranquilidad. Abimael Guzmán, el mayor genocida de la historia del Perú, había fallecido. El símbolo del terrorismo peruano, de Sendero Luminoso, ya no estaba y con ello existía la esperanza de acabar con esa ideología que tanto daño le hizo al Perú.

Fue un día sábado, el 12 de septiembre de 1992, que un grupo de policías del GEIN capturó a Abimael Guzmán. Y fue también un sábado el día en que este genocida murió dentro de su celda. Su muerte prueba, sin lugar a dudas, cómo sus múltiples delitos pudieron ser juzgados y sentenciados en un sistema democrático. Sin olvidar que los seguidores de alias “Gonzalo” perpetraron masacres en pueblos, ocasionando la muerte de casi 70 mil personas, 32 mil de ellas asesinadas directamente por ellos.

Mataron campesinas embarazadas a machetazos para ahorrarse balas, arrojaron explosivos al cuerpo inerte de sus víctimas para que no quedara nada de ellas, como lo hicieron con María Elena Moyano. Hicieron explosionar coches bomba cargados con cientos de kilos de dinamita en zonas comerciales para matar a más peruanos, también en medios de comunicación, como en Canal 2, creyendo que iban a callar a los periodistas que denunciaban sus matanzas. Acuñaron la frase “aniquilamiento selectivo” para contar a las autoridades electas o jefes militares o de la Policía que asesinaban. Y fueron los más pobres, los campesinos quechuahablantes de los Andes, precisamente, las principales víctimas de su crueldad.

Sendero Luminoso intentó tomar el poder por las armas y de manera demencial pulverizó comunidades en las zonas más pobres del país, esas que precisamente decía representar. No hay mayor contradicción en aquello que realizó y sufrieron las consecuencias miles de personas inocentes. Por lo tanto, es entendible el resentimiento e incluso odio hacia el líder de ese grupo: Abimael Guzmán. Y por empatía, sentir repulsión o un hueco en el estómago hacia su persona por las masacres perpetuadas y recopiladas en investigaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) como Lucanamarca en 1983 (69 personas asesinadas con hachas y machetes, incluyendo 18 niños de entre 6 meses y 10 años).

Abimael Guzmán no fue un luchador social ni un gran guerrillero, fue el genocida responsable del episodio más violento de la historia del Perú, y así debe ser recordado para siempre. Sus ideas fueron derrotadas junto con él, y deben también morir con él. En esta discusión no existen posiciones intermedias. Actualmente, se debate qué hacer con el cadáver del monstruo llamado Abimael Guzmán y me parece acertado el anuncio del ministro del Interior Juan Carrasco quien presentará un proyecto de ley para que el cuerpo del fallecido líder terrorista sea incinerado. De tal manera, se evitará que en un futuro un grupo de ciudadanos intenten rendirle homenaje, que hagan apología al terrorismo. Debemos recordar que no es, ni será un ciudadano cualquiera que ha fallecido, fue un líder terrorista y es un símbolo del terrorismo, muerte, destrucción e inmenso dolor en el Perú.



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